miércoles, 23 de julio de 2008

Instituciones Sociales



Conocer las relaciones y diferencias entre el momento instituyente –particular- y el momento instituido –universal- de la institución es fundamental para comprender y criticar a la misma. En el momento instituido se da la universalidad, se asume la institución tal como Durkheim describía un “hecho social”, es decir, algo que está, externo a los sujetos, una estructura permanente que siempre ha existido, que coacciona, es decir, que rige los modos de ser, pensar y sentir. En este sentido no hay un cuestionamiento por el origen de la institución, sino que solo se da cuenta de su funcionamiento, cada institución cumple su función al interior de un “sistema social”. El momento instituido impide la pregunta por el origen originante, impide la pregunta por quién creó a los creadores. El momento instituyente, en cambio, es el momento de la particularidad, lugar donde, según la fenomenología, la relación intersubjetiva da origen a la institución. Para la fenomenología el positivismo se encuentra en crisis y esta se manifiesta en que éste no permitiría conocer puesto que investiga los “hechos sociales” en tanto “cosa”, es decir, en el momento instituido, y no se detiene a estudiar el origen de la institución, la relación intersubjetiva, el fenómeno. La fenomenología, por lo tanto, es una crítica teórica y política al positivismo, el cual al cosificar los fenómenos impide u oculta su origen conflictivo. Por otro lado, desde Marx, la institución se historiza, es decir, se concibe que ésta no ha existido desde siempre sino que, más bien, estas son el resultado de la lucha de clases, conflicto entre burguesía y proletariado en el caso del capitalismo industrial, que como tal es el motor de la historia. Este conflicto queda oculto por la ideología, la cual presenta los intereses particulares de una determinada clase como si fuesen universales y verdaderos. Develar este conflicto, así como mostrar que las instituciones aplastan las relaciones intersubjetivas, permitiría remover el “olvido estructural” inherente a toda formación institucional, mostrar su violencia fundacional, su crimen fundamental.

La institución no es una “cosa” (versión sociologista) ni un fantasma (versión psicologista), sino un proceso: el momento de las fuerzas históricas que hacen y deshacen las formas. La nivelación que supone la descripción de los tres momentos filosóficos (universalidad, particularidad y singularidad) debe trasponerse a un registro dinámico. Entonces la institución no debe ser analizada como un círculo u oposición entre un lugar universal y otro particular. Esta dialéctica instituido-instituyente es la lógica de la operación Estatal en tanto concepto universal que inscribe ciertas particularidades, dialéctica entre el momento universal y particular que, siendo contradictorios, pueden reconciliarse. Una universalidad diferenciada en la cual las particularidades pertenecen y se reconocen en la misma universalidad que los constituye, lo particular supone una diferencia que tiene como campo de sentido lo universal. Entonces, para analizar la institución se debe estar posicionado en el lugar de la singularidad, ya que este momento desactiva el dispositivo universal-particular puesto que lo singular es una irrupción irrepresentable, una no-figura que analiza a la institución desde el lugar de des-inscripción de la misma. Según Lourau, a propósito del análisis institucional nos indica que está centrado ante todo en la dialectica instituido-instituyente, no permitía poner en evidencia el tercer termino –la institucionalización- indispensable para develar y enunciar, en el devenir y no en el cuadro binario de las dos primeras instancias, las implicaciones de cada uno, en las ciencias sociales existe un “punto ciego” ya que éstas no son capaces de pensar cómo es que las fuerzas instituyentes se transforman en instituidas. Este punto es una condición estructural de las ciencias sociales puesto que estas piensan a la institución desde lo instituido o lo instituyente pero no pueden concebir el paso del uno al otro, es decir, la institucionalización en tanto proceso por medio y durante el cual nacen las fuerzas sociales instituyentes. La institución debe ser entendida como una máquina de institucionalización permanente, un constante trabajo –proceso- sobre la fuerza instituyente, a favor de su codificación y del uso estratégico de sus significantes. Castoriadis relaciona el proceso de institucionalización con la imaginación la cual puede ser representada como un magma que puede cosificarse pero cuando se cosifica no se agota como tal, este momento de cosificación en constante proceso es la analogía a la permanente institucionalización que llevan a cabo las instituciones, que trata siempre de transformar el momento instituyente (“imaginario radical”) en momento instituido (“imaginario efectivo”). La consecuencia de esta apropiación permanente de lo instituido es que se deja ver el carácter histórico de la institución y asoma la esperanza de un cambio de social.
Para Rubio

lunes, 14 de julio de 2008

El vademécum de las cosas que he visto.


He visto motores gripados de 850cc. siendo ajustados por Don Alfredo Amigo, mecánico grasiento y ciego. Días nublados que amenazan con tormentas y con sabor a menta. Estudiantes por jubilar, partiendo una nueva vida pasando la mitad de ésta. Amaneceres rodeados de botellas, con sabor a nicotina y alquitrán. He visto vivir a un amigo sin corazón y estrenar uno de repuesto al otro día montando una bici que por más que la pedaleaba no se movió ni un centímetro (y esto último lo vi por t.v.). He visto Ángeles rezando, un nieto de dirigente sindical disfrazado de surfista, huérfano de olas. Vasos rotos, manos por la espalda, bailes solos, muertos de risa por evitar vivir llorando. Vírgenes de porcelana sangrando por los ojos, a Miguel Angel viendo al cristo en las nubes. Filas interminables para pagar. Curas con sotanas y sin coturnos caminando en un jardín de rosas en busca de la gordita regalona en medio de un retiro espiritual. Guitarras muertas tocadas por el diablo etílico de mi tío. Católicos de iglesia una vez por semana, que no perdonan y comulgan sin repugnancia. Noches prisioneras de risas inoportunas. Tabiques blancos, otros de platino, remozados para los demás. Relojes de arena con las pilas agotadas.

Un corazón con caparazón de roca, agujeros negros en bocas de aceitunas. Jardines de olvido (de la buena) usurpados de los patios. Uñas ardiendo, canutos doblados, ojos marrones, lluvia, estaciones de metro. A dos hermanos: Pedro y Pablo Vicario (gemelos tal como tiempo y olvido) saliendo, raudamente, de la carnicería en busca de Santiago Nasar. Me corroboraron que el gordo carnicero no creía en el alma pero que por ningún motivo se comia al animal que mataba. Y vi a Aureliano, el menor de los Buendía, subir una escalera mecánica con su hijo no reconocido, pero que le aporta. He visto a Belcebú y me ha confesado que después de intentar una revolución sangrienta contra el poder totalitario de Dios fue exiliado, calumniado y humillado. A Don Joaquin contó que de haber ganado no habrían existido ni Diablo ni Dios, ni tuyo ni mío, ni odio ni trabajo. El cielo, pensándolo un poco, me huele más a club privado que ha paraíso, el infierno a un oasis en medio de un desierto de llantos y el diablo a un caballo sin establo.

He visto películas de Emir, Qüentin y Pedro; de Kusturica, Tarantino y Almodóvar; de Gitanos, Mafiosos y Travestis; de la vida (la guerra), de la sangre y de las majas. He sido Marko, un perro de la calle y una chica Almodóvar. Duro, heroinómano y con los ojitos rojos me he perdido. He visto a personas que al callarse lo dicen todo. A escritores que no escriben, pensadores que no piensan, vividores que no viven, piletas sin agua, príncipes enanos vestidos de gris, estilistas, especialistas en nada, cuerpos del tipo croquis, espejismos de alcanfor y marionetas gigantes.

He visto esto y muchas otras cosas increíbles que si se las contara nadie me creería.

martes, 8 de julio de 2008

Clase Media Chilena


Leí los datos preliminares de un estudio realizado por el Instituto de Sociología de la Universidad de Chile el cual intenta caracterizar a la “clase media” chilena. Que tipología más insípida y heterogénea. Los datos estadísticos nos dicen que es el 45% de la población total del país y, dentro de este porcentaje lo que destaca es que un 47% tiene deudas en mora y un 44% tiene auto, Chevrolet o Toyota de preferencia. Otro punto destacable es que la cantidad de años de educación de esta clase es de 17, es decir, tiene el rango de profesional o, a lo menos, técnico. Ha poblado ciertos sectores de la capital, especialmente las comunas del centro y las comunes satélites de los sectores más periféricos tanto del oriente como del poniente capitalino. Esta “clase” más que por donde se mueva o lo que consuma, lo que la define es lo que hace posible que se mueva por donde se mueve o que consuma lo que consume, es decir, su sueldo. El sueldo de la clase media va desde los $450 mil y $1 millón 800 mil al mes (¡y están endeudados!). Estos datos importan, sin duda, pero más que lo que gana, las cosas que compran o cuanto se endeudan es importante destacar el carácter que tiene esta “clase”, carácter que los datos estadísticos no muestran o, mejor dicho, se esfuerzan por ocultar.

La clase media en Chile nace a comienzos del siglo XX, cuando el Estado tenía un carácter de benefactor, una parte del dinero de éste iba a dar a los obreros y funcionarios del mismo. Es decir, la clase media era aquella que se enrolaba en la burocracia Estatal, ese grupo que se veía directamente beneficiado por la administración Estatal y sus recursos. En este primer momento destacaba la homogeneidad de este grupo social dependiente de la estructura político-social o, como lo diría don Carlos, de su posición en la división social del trabajo. A fines de los 70 y principios de los 80 el rol subsidiario del Estado desapareció, la revolución neo-liberal implantada por las armas de los militares y las ideas estadounidenses comenzaba a surtir efecto. La “clase media” comienza a quedar huérfana, el mercado desplaza al Estado, y esta clase no tuvo otra salida que enrolarse al consumo para poder mantener y aumentar su capital simbólico (o económico, puesto que entre estas dos concepciones se da una relación dialéctica económico-simbólico).

Lo realmente destacable es este carácter de la clase media, su constante enrolamiento a las filas de la institución que le entregue estabilidad, que le entregue capital simbólico, sea el Estado, como en un primer momento, o el mercado, como en la actualidad. Este carácter contractual de la clase media es lo que la priva de toda posibilidad de politicidad en tanto relaciones de poder, es decir, una zona de anomia radical, constante lucha donde las distinciones estables de la sociedad se disloquen y se institucionalicen continuamente nuevos tipos de innumerables distinciones inestables, que permitan la heterogeneidad cultural necesaria para evitar el pensamiento uniforme. La clase media ha necesitado siempre de un poder disciplinario que la domine, no puede no necesitarlo puesto que ha nacido de este poder, está atravesada por él y lo sufre constantemente. Su politicidad no pasa más allá de ser un sujeto político administrado –población-, un conjunto de individuos estadísticamente cuantificable y no una categoría jurídico-política litigante necesaria para el correcto funcionamiento social. Esta es una bomba de tiempo. Los 17 años de educación (¡estamos hablando de técnicos y profesionales!) no han servido para nada más que reproducir la dominación de manera incuestionable.